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Educación en la preadolescencia
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Rasgos de su carácter
Todo lo que digamos sobre las características generales de un chico de diez
o doce años serán..., eso, generalidades. Pero es útil pararse a
analizarlas, introducirse en la profundidad y riqueza de su carácter,
lograr sintonizar con la frecuencia de su efervescente personalidad, porque
es algo clave para acertar en su educación.
Ciertamente, las circunstancias en que se ha desarrollado la vida de cada
niño condicionan bastante su forma de ser y su carácter, pero hay todo un
conjunto de rasgos que son comunes a esta edad. Tratemos de describirlos.
El carácter de un chico a los diez u once años ha alcanzado ya normalmente
un considerable grado de equilibrio, como si se tratara de una madurez de
su etapa infantil. El antes complaciente niño de ocho o nueve años presenta
ahora rasgos más definidos de afirmación de su personalidad, de curiosidad
y de sociabilidad.
Es inquieto, investigador, movido. No puede estar parado. Habla con
desparpajo y con un ingenio que suele hacer gracia a los mayores. Se
pregunta de continuo el porqué de cada cosa. Observa a los adultos, los
estudia con mirada penetrante, hace radiografías de cada gesto, de cada
reacción, de cada modo de hablar.
Le gusta explorar, curiosear, descubrir, entrometerse. Tiene una ruidosa
espontaneidad sin mucho criterio que le hace alternar fácilmente lo
ocurrente y simpático con lo inoportuno o grosero.
Su vida emocional presenta frecuentes contrastes. En poco tiempo puede
pasar de un espectacular enfado a una explosión de risa. Es voluble en su
estado de ánimo. Puede estar gruñón e insoportable por la mañana y alegre y
expansivo por la tarde. Otras veces alternará días buenos con días
sombríos. Su mal humor puede aparecer en cualquier momento, aunque no suele
durar mucho: no es hombre de resentimientos.
Necesita hacerse oír. Es fácil verle alzar la voz o buscar con ansiedad el
protagonismo. Tiene, por naturaleza, el deseo de atraer la atención sobre
sí. No conviene ser cómplices de esa tendencia mostrando excesivo interés
por él en detrimento de los demás.
Es travieso e incansable. La actitud de los padres ante sus trastadas deja
enseguida su huella en el carácter del chico. Cuando le hacen frente con
demasiada rigidez, se suceden continuos episodios de irritación familiar. Y
si lo dejan pasar, acabará por ser de carácter molesto y prepotente.
Acertar con un juicioso término medio entre ambas actitudes extremas es un
continuo reto en su educación.
Manifiesta exuberancia, curiosidad, talante extrovertido y hablador,
incluso una cierta ansiedad. Le falta aún bastante sentido de la medida y
de los matices. A veces no comprende bien el alcance de lo que hace; cuando
alguien bromea con él, es fácil que el chico acabe por faltarle al respeto.
El hecho de que por lo general se porte mejor fuera de casa, no debe extrañar
a los padres. Puede y debe verse como algo positivo: cuando quiere, sabe
comportarse bien. Es una actitud bastante común en esta edad.
Es fácil contemplarle en rebeldía, y oírle decir que hace lo que le da la
gana, que no tiene por qué obedecer en todo a sus padres, que ya es
demasiado mayor para hacer siempre lo que ellos quieran...; pero nada le
gusta más que sentir la protección del padre o de la madre a la primera
dificultad.
No suele buscar el aislamiento. Si tiene habitación individual, no acostumbra
a permanecer encerrado en ella. Le gusta gravitar en torno a los demás,
estar con todos, aunque a veces manifieste deseos de independencia.
Interrumpe y molesta, pero también tiene una capacidad desusada para la
alegría y la risa. Es la alegría de la casa.
Prefiere contradecir a responder. Con el tiempo aprenderá a poner
equilibrio en esos impulsos. No es malicia premeditada ni simple
obstinación, es parte de esa crisis de consolidación de su carácter. Otras
veces le gusta establecer cordiales intercambios de opiniones, casi siempre
fuera de casa, y le encanta profundizar en el conocimiento de todo.
Habitualmente procura decir la verdad, pero si se le hace demasiado difícil
puede acostumbrarse a mentir. Está en una etapa importante para consolidar
su educación en la veracidad y necesita apoyo. Resultará negativo que una
excesiva severidad le dificulte ser sincero.
En contraste con lo que sucede a las chicas de la misma edad, normalmente,
a los diez u once años el interés del varón por el sexo opuesto aún es
bajo, y puede incluso afirmar que las niñas no le importan, o que son
tontas y aburridas. Es fácil, por ejemplo, verles jugar en el colegio o en
la urbanización en grupos separados de chicos y de chicas.
No es extraño que, cuando salen en grupo, tiendan a un cierto gamberrismo
de poca malicia contra el otro sexo. La conducta colectiva tiene mucha
fuerza y la conciencia de grupo les lleva a hacer cosas que quizá no harían
solos.
No se puede perder tiempo
En algunos casos pueden aflorar ya rasgos
característicos de la pubertad. A lo mejor no le gusta ir por la calle con
su madre. O todo quiere hacerlo con sus amigos. O, no sabe por qué, pero se
siente tiranizado por los padres y presenta ingenuas muestras de
independencia. O no cuenta casi nada y da respuestas cortantes y lacónicas.
Son pequeñas afirmaciones de su personalidad, ante las que unos padres
prevenidos y sensatos saben aflojar la cuerda prudentemente. Ya volverán
las aguas a su cauce en poco tiempo. Unos padres ingenuos y asustadizos
pretenderán introducirse entonces en la intimidad del chico, precisamente
ahora que él trata de cerrarse.
Son momentos en los que se advierte con diáfana claridad que se ha perdido
terreno, y que quizá incluso se ha llegado ya un poco tarde. En vez de lamentarse
por haber dejado pasar tantas oportunidades de ganar en confianza con el
chico cuando este lo ponía más fácil, se trata ahora de aprovechar mejor
las ocasiones que se presenten en el futuro.
Estamos casi en la
última etapa en la que aún es fácil
para los padres trabar una relación profunda
con la psicología del chico. No hay tiempo que perder.
La candidez, el ardor y la simpatía se combinan en
un confuso proceso de crecimiento. Quizá es ahora menos insistente y más
razonable, más compañero de los suyos. Hace gala de un mayor discernimiento
y discreción. Recurre más a ganarse la aprobación de los demás que a las
anteriores presiones y desafíos. Ya no muestra un egocentrismo tan ingenuo,
y es capaz de considerar a sus mayores, e incluso a sí mismo, con cierta
objetividad.
Trata de parecer mayor. Quizá afirma con facilidad
que ya no es un niño y que no debe considerársele como tal. Este proceso de
madurez no es uniforme ni constante, y desconcierta muchas veces al adulto
por sus fluctuaciones y su inestabilidad.
Todas sus actitudes encierran un gran potencial
para el bien, pero que puede ser mal encauzado en un hogar desordenado, un
colegio inadecuado o un ambiente adverso.
La etapa de los diez
a doce años es un periodo clave en la formación de la personalidad
Es una etapa clave, y sobre todo en aspectos como
la razonabilidad, la comprensión y el buen humor. Hay que estar atentos
para que esas cualidades cristalicen en rasgos firmes de su carácter.
Algunos autores señalan su expansivo entusiasmo como
el rasgo principal de esta edad. Se apasiona por una comida que le apetece,
por un amigo que le ha caído bien, por una película o por un capricho. Se
zambulle en lo que le interesa. Le deleita el debate y la discusión. Le
gusta ejercer sus capacidades intelectuales y hacer demostraciones de
memoria o ingenio. Cualquier concurso en el que haya puntos, competencia,
dinero de ficción o posibilidad de ser elogiado, tendrá con él un éxito
seguro.
Es una edad estupenda para fomentar su afición a
la buena lectura y sus deseos de saber. Suelen interesarle los cuentos,
relatos, biografías o novelas sencillas, cuyo argumento capte su atención.
No suelen gustarle, por el contrario, los libros o películas de carácter
romántico o sentimental, y aún no entiende bien cómo pueden tener tanto
atractivo para los adultos.
En estos años el chico es ya más hábil para
descifrar las expresiones emocionales de los demás y ser sensible a los
sentimientos ajenos. Tiene curiosidad por saber cómo son los demás niños.
Se plantea con frecuencia si él es raro por sus sentimientos o inquietudes,
y se pregunta por los intereses ajenos.
Es bastante sensible a la intranquilidad y al
nerviosismo. La agitación le desconcierta. Ver en sus padres una cara de
desánimo o de fatiga mal disimulada le contagia y tiene en él un reflejo
inmediato.
Espera de los adultos
seguridad y coherencia, decisiones sabias y maduradas.
Suele enorgullecerle saber soportar el dolor
físico sin quejarse, o ser capaz de resistir el frío o el calor, o
cualquier cosa que se plantee como prueba de madurez. Es una buena edad
para inculcar la paciencia y la reciedumbre. Por lo general logra reprimir
mejor las lágrimas y la violencia. Acepta la autoridad y disciplina justas,
y a veces busca, incluso, la autodisciplina.
Encierra ya modos de pensar, de sentir y de actuar
que prefiguran nítidamente su carácter futuro. Es extraordinario que estos
indicios de madurez adulta se presenten tan temprano en el ciclo del
desarrollo adolescente, como si la naturaleza quisiera desde muy pronto
proporcionarnos una visión general de sus mecanismos secretos y de sus
reservas latentes.
Actitudes e intereses: una época de contrastes
A los diez o doce años quizá se encuentre menos
seguro que antes sobre su futuro. A lo mejor sueña con ser un gran
futbolista, un cantante famoso, o simplemente con tener un caballo o un
coche de lujo. Es frecuente que todavía se encuentre bajo la influencia de
las profesiones de sus padres, pero puede tener ya sus ideas propias,
aunque más confusas de lo que aparenta.
Le hace particularmente feliz el éxito en su
trabajo escolar. Al tiempo, le puede hacer perder su buen ánimo una
acumulación de tareas para el fin de semana o el día antes de un examen.
Contrasta sin embargo su ánimo decidido y resuelto
para muchas otras cosas. No suele tener miedo a la velocidad ni al riesgo
físico, normalmente por una falta de experiencia que le lleva a hacerse
poco cargo del peligro en general, salvo que la memoria de un accidente le
haga ser más prudente.
Se ha tornado mucho más consciente de su aspecto
físico. Tiene una clara noción de lo que viste la mayoría de la gente y es
raro que vaya en contra de esas corrientes. Empieza ya a preocuparse de que
las prendas hagan juego y de combinar los colores. Para desesperación de los
padres, esta exigente atención a la elección de la ropa no suele extenderse
a su conservación y cuidado. Le gusta dejar que se amontone y que sea mamá
quien tenga que insistir para que quede bien doblada o para echarla a lavar
o a planchar. Una excesiva transigencia con esa conducta malogrará hábitos
tan propios de esta edad como son el preocuparse por sus cosas y tener
ordenados su armario y su habitación.
Poco a poco va perdiendo su resistencia a trabajar
mostrada en épocas anteriores. Reconoce cuales son sus deberes y no suele
oponerse a cumplir con sus obligaciones. Puede no hacerlo por propia
iniciativa y sigue siendo necesario recordárselo, pero de tanto en tanto
llega a dar pruebas de verdadera buena voluntad. Tiende a querer hacer todo
en un minuto. Por lo general es más responsable cuando los padres están
ausentes o no muy pendientes de él.
Hay que brindarle
posibilidades de ejercitar su responsabilidad personal.
La mayor parte de sus actos no están determinados
por la premeditación, sino por la postmeditación, una vez que sus padres o
profesores le han recordado sus obligaciones. Sabe de antemano que al final
tendrá que hacer las cosas, pero todavía necesita con frecuencia el impulso
inicial para decidirse.
Sabe que después de una larga conversación con su
madre acabará por tener que ordenar la habitación o bajar a hacer ese
recado, o que unos cuantos comentarios paternos censurando su pérdida de
tiempo a lo largo de la tarde le harán sentirse lo bastante culpable como
para ponerse a estudiar.
A esta edad, los varones resultan a veces menos
diplomáticos con su padre. Las niñas de esta misma edad suelen mostrarse
mucho más zalameras con él, y a menudo –según dicen las madres– son las que
mejor lo manejan en la familia. Ellas aprenden mucho antes a reconocer los
sentimientos ajenos, y saben elegir con acierto el momento más adecuado
para plantear en casa una petición o conseguir un permiso.
Puede surgir en el chico de esta edad una ilusión
grande por cuidar y casi criar a sus hermanos pequeños, de los que quizá
apenas sienta ya celos. Sabe cómo jugar con ellos y entretenerlos, y si los
padres lo facilitan les tomará un gran cariño.
No es edad de fuertes sentimientos de envidia. Si
siente celos de la mayor atención a un hermanito suele ser más bien por la
idea de injusticia comparativa o por su preocupación de que mimen al
pequeño. Le irritan las actitudes de sus padres que lleven a malcriarlo, y
protestará con energía diciendo cosas como que "si le mimas así, luego
no te quejes de que sea tan insoportable...", o frases parecidas.
También puede admirar o incluso idealizar a un
hermano o hermana mayores. Es fácil que confíe más en ese hermano de quince
o de dieciocho años que sabe mostrarse atento y comprensivo con él, que en
sus propios padres. El hermano mayor puede jugar así un papel importante en
su formación. Es ciertamente una labor educativa –muy natural en las
familias numerosas– en la que los más mayores educan a los más pequeños,
usando de la sabiduría que han adquirido, casi sin darse cuenta, observando
a sus padres.
Vida escolar
Aunque a veces manifieste con intensidad su
desagrado hacia algo del colegio, la realidad es que suele ser un alumno
dispuesto, entusiasta y deseoso de cooperar. Suele exigir en sus profesores
o maestros capacidad de liderazgo, autoridad, justicia y comprensión.
No siente predisposición contra sus profesores. Le
gusta que le enseñen, y suele tener admiración hacia los que se muestran
enérgicos, saben mucho, destacan en el deporte o son capaces de llevar la
clase a un tiempo con autoridad y sentido del humor. La lealtad colectiva
hacia sus compañeros no suele volverse contra el profesor, al que más bien
tienen tendencia a admirar si presenta algunas buenas cualidades.
Sus mayores preocupaciones pueden perfectamente
ser el colegio, los exámenes, el boletín de notas o la posibilidad de
suspender, o que el profesor haga llegar una queja a sus padres. El fracaso
escolar puede repercutir con fuerza en toda su vida de relación con los
demás, hacerle mostrarse agresivo o triste, o incluso provocar que un buen
día no quiera ir a clase y llore en casa desconsoladamente.
Es importante conocer las causas de esas posibles
angustias para poner remedio, cosa que no es difícil si se está en contacto
con su tutor o sus profesores. A veces, ante esos resultados negativos, le
faltará aprender a controlar sus emociones y superar esos contratiempos.
No será raro que le guste llegar al colegio un
rato antes de la hora de entrada, para reunirse con sus amigos y charlar.
Puede ser el momento de comentar el partido de fútbol o la película que han
visto, o de finalizar una tarea –quizá copiándola de un compañero– que el
día anterior dejó sin concluir.
A esta edad los niños ya no se aglomeran tanto en
torno a su profesor, aunque siguen dándole entrada en sus conversaciones y
actividades, y se preocupan bastante de su imagen ante él.
Puede existir un considerable intercambio
profesor-alumno, pero ya no le gusta parecer que va detrás de él, o que le
ríe todas las gracias o está demasiado atento a lo que dice.
Revela una gran diversidad de intereses en su
trabajo escolar, aunque sigue prefiriendo los deportes. Puede encontrar una
facilidad grande para las matemáticas, o deleitarse comprobando su
facilidad para retener datos e ideas.
Si siente vulnerados sus derechos no tiene ningún
reparo en decirlo. Le parecerá muy injusto, por ejemplo, que un profesor
les retenga en el aula después de la hora en que comienza el recreo o el
deporte.
Todavía en clase se suceden episodios que tardará
en considerar infantiles. Es fácil ver cómo se pelean, se persiguen, se
esconden carteras, pasan furtivamente libros de un compañero por toda el
aula o se lanzan cualquier tipo de objetos..., y disfrutan con ello de una
forma sorprendentemente pueril para el observador adulto.
Las entrevistas con su preceptor o tutor en el
colegio empiezan ya a ser más normales. A los ocho o nueve años era casi
imposible dialogar con él de modo un poco estable: no fijaba la atención,
se distraía con todo, jugaba, no había forma de mantener una conversación
por mucho tiempo. Ahora, es ya un hombrecito que muchas veces hace gracia
por su agudeza y su amenidad.
Se muestra cortésmente amistoso, sincero,
seriecito y objetivo. Da rienda suelta a su irrefrenable curiosidad. Su
atento examen visual de todo le da un sociable espíritu inquisitivo. La
conversación suele ser agradable para ambos.
Suele hacer comentarios o formular preguntas sobre
cualquier cosa que se presente a su vista o irrumpa en su imaginación.
Aunque responde con rapidez, se muestra más reflexivo. Sus frases son
claras, espontáneas e interesantes. Cuando se capta su atención, escucha
totalmente estático y con los ojos muy abiertos.
Su franqueza y su
comunicatividad son tan grandes que basta con escucharle con interés para
que cuente
todo lo que pasa por su cabeza.
Si se logra esa confianza, es fácil conocerle
y poder así orientarle bien.
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